Un animal cultural

Desde Darwin sabemos que formamos parte indisoluble de la naturaleza, aunque en las postrimerías de este siglo habría que precisar que todavía somos parte de la naturaleza, a pesar del aparatoso caparazón cultural y tecnológico que hemos desarrollado desde la revolución neolítica hasta la revolución tecnocientífica contemporánea. Somos, en pocas palabras, una originalísima y excepcional encrucijada o intersección entre natura y cultu­ra. Somos, en definitiva, un animal cultural y un animal simbólico.

La cultura es la parte no biológica de la adaptación de una sociedad a su ambiente. Y, en este sentido, consta de una dimensión instrumental (útiles y objetos) y de una dimensión conceptual. El descubrimiento de la propia identidad, constituye uno de los pilares funda­cionales de esta dimensión conceptual. Como lo constituyó también, en una fase posterior, el nacimiento de la conciencia de temporalidad, concepto muy abstracto, cuyas bases naturales se fundamentaron empíricamente en el llamado reloj biológico (basado en fenómenos cíclicos como los latidos cardíacos, el ritmo respiratorio, la alternancia del sueño y la vigilia, la apari­ción del apetito, etc., pero también en procesos irrever­sibles como el envejecimiento y la muerte) y en el llamado reloj cósmico (la alternancia del día y de la noche, de las estaciones, el ciclo lunar, etc.). Las impresionantes piedras de Stonhenge nos sugieren, por ejemplo, que este monumento megalítico asociado al culto solar presuponía una difusa conciencia colectiva de temporalidad para los sujetos de la comuni­dad que lo erigió. Era, todavía, una vivencia mítica y propia de la prehisto­ria de la ciencia astronómica y aritmética.

La falta de especialización fue la característica social más relevante del hombre primitivo. Con el paso de los milenios, y luego de los siglos, prime­ro diversificará de un modo complementario sus especializaciones (y así aparecerá, por ejemplo, el chamán o el Homo pictor, el especialista en la producción de imágenes ¡cónicas) y luego producirá, para reemplazar su fuerza física, esos siervos técnicos que se llamarán máquinas, como el arco de caza, el hacha de sílex, la rueda o la palanca. Así se inició un larguísimo itinerario que acabaría por conducir a la caverna electrónica de nuestros días, que pronto podrá calificarse propiamente como cabaña telematizada.Desde la perspectiva del Homo faber, mono desnudo (cazador, omnívoro, erecto, territorial, etc) le faltó añadir los del simio cultural y, más precisamente, los del simio creador o demiúrgico, pues creará tres simulacros especializados de las funciones del hombre: las imágenes ¡cónicas (simula­cros o duplicaciones de su visión), los robots (simulacros de su motricidad productiva), y los ordenadores (simulacros de su inteligencia). Pues si en el Génesis se lee que Jehová se dijo "hagamos al hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza", el hombre reproducirá este acto fundacional y demiúr­gico de la divinidad al inventar la producción ¡cónica (las apariencias ópti­cas del mundo visible), el robot (el simulacro del músculo) y el ordenador (el simulacro del cerebro). Con estos inventos el hombre completaba el ciclo de producción de dobles iniciado en el lago ancestral durante los principios de la humanidad.

El desdoblamiento de las funciones humanas, entre conciencia (que tiene su sede en el psiquismo del Yo) y acción (la máquina), tendrá consecuen­cias gigantescas para la evolución del hombre y para la de su organización social.

Fuente: http://www.quadernsdigitals.net/index.php?accionMenu=biblioteca.VisualizaLibroIU.visualiza&libro_id=262

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